Llevaba casi un año diagnosticado por el neuro pediatra mi hijo Héctor cuando supe, a través de otras madres compañeras del mundo de la diversidad funcional, que debía solicitar el certificado de discapacidad.

Cómo nadie me lo había mencionado antes si se supone que ese certificado era una herramienta clave del proceso?, esa es la pregunta que me hacía mientras me metía de lleno en el innumerable mundo de trámites burocráticos y listas de espera eternas sin pase preferente.

La verdad es que cada situación personal es un mundo y me di cuenta de que no existía un itinerario claro por donde había que dar el siguiente paso, cada uno contaba la historia de una manera diferente y yo me fui haciendo mi propia hoja de ruta.

Así, tras casi dos años en lista de espera, llegó el “ansiado” momento de la valoración de discapacidad del niño. Un episodio que prefería olvidar, lleno de preguntas que intentaban encajar a mi hijo en una horma llamada normalidad.

Me dijeron que ese certificado sería llave de muchas puertas pero con el paso del tiempo me he dado cuenta que esas puertas no son comunes a todos los niños y niñas, aunque es cierto que económicamente ha supuesto un apoyo.

Que no se entienda mal mi contrariedad, si tuviera volver a repetir el trámite (de hecho se repite con cada renovación) lo haría, porque nos han creado esa necesidad, marcar con un % la diferencia para reportar un beneficio puramente material y en muchos casos imprescindible.

La duda interna que me genera todo esto es, por qué si yo veo a mi hijo mucho más hábil e inteligente que yo en muchas cosas tengo que asumir que soy yo la capacitada y el él discapacitado al 65%? Qué pasaría si fuera él el que pasase los filtros al resto de personas que le rodeamos? No sería lógico pensar que ninguno estamos a su altura?

Simplemente sucede porque las varas de medir las decidimos aquellos que creemos que nuestra condición es la completa por ser una mayoría estadística.

Lo sé, alguna referencia debemos tomar, lo sé, no todo el mundo lo ve como yo, pero últimamente lo pienso mucho porque al fin es una losa con la que cargas el resto de tu vida y no todo el mundo es capaz de ver más allá de esa etiqueta, ese diagnóstico, ese porcentaje y llegan las barreras… algunas físicas y otras mentales, las más difíciles de salvar.

Entonces entiendo que muchas personas se nieguen a pasar por este proceso, entiendo que no quieran utilizar aquella plaza reservada, llamada “NEAE” (en la que te dicen que tiene en cuenta las características del alumno o alumna y proporcionaran los apoyos…), alhajas con dientes que suelo decir.

Y no es una reflexión que intente llegar a ninguna conclusión, es un pensamiento que me ronda estos días y reafirma mi idea de la necesidad de convivir, respetar y valorar a todos los seres humanos tal y como son. Solo así entenderemos que no hay números ni porcentajes que puedan clasificar la calidad humana de las personas, y sobre eso precisamente aquellos que han sido señalados por la discapacidad tienen mucho que enseñarnos.